Como es por demás conocido muchas culturas
antiguas realizaban sacrificios humanos a sus dioses. Desde luego ello nos
parece muy “inhumano”. Sin embargo, hoy en día asistimos a un culto mucho más
inhumano y temible: el culto al dios Crecimiento. Los antiguos dioses se
contentaban con cabezas cortadas o corazones extirpados. El dios Crecimiento no
se conforma con tan poco: exige a los hombres que le inmolen sus pensamientos,
deseos, sentimientos, valores e instituciones.
A primera vista ello puede parecernos una
exageración, pero si examinamos las cosas de modo más profundo nos daremos
cuenta de que no es así. Los antiguos dioses pedían que se les sacrifique sólo
la parte corporal del hombre; el dios Crecimiento, en cambio, exige que se le
sacrifique aquello que constituye la parte esencial del hombre: su alma. ¿O acaso
no es evidente que las formas actuales de producción y crecimiento están
carcomiendo la esencia misma del hombre? ¿No está el hombre perdiendo su alma
con tal de ganar el mundo? Aún así para muchas personas ello no es evidente.
“¿Cuándo estuvimos mejor que ahora?, ¿no estamos acaso mejor vestidos, mejor
alimentados y mejor alojados que nunca?”, dicen. Dejando de lado que ello sólo
es cierto para las personas que viven en países ricos y no para la gran mayoría
de la humanidad hay que decir que el principal problema de dicha afirmación es
que se basa en una concepción demasiado materialista y trivial de la naturaleza
humana viendo a los hombres como meros productores o consumidores de bienes
materiales.
Efectivamente, la religión del Crecimiento
económico valora al ser humano teniendo únicamente sus capacidades de
producción, modelando su cultura y civilización de acuerdo con los imperativos
de la estructura económica. Nadie lo ha expresado tan crudamente como Saint
Simon en su “parábola de los zánganos” (1). De acuerdo con ésta si un día
Francia perdiera a tres mil de sus hombres más destacados en las ciencias y la
industria agrícola, manufacturera y comercial, quedaría convertida en un cuerpo
sin alma y se vería inmediatamente superada por las otras naciones. Si, por el
contrario, los conservara pero a la vez perdiera a treinta mil de sus hombres
considerados como más importantes: funcionarios públicos, hombres de leyes,
sacerdotes, etc. ello no constituiría ningún daño para la nación ya que aún así
conservaría su puesto entre los países civilizados.
De este modo, la religión del Crecimiento
esclaviza a los hombres a no ser más que la materia prima que ha de ser
introducida en la máquina económica con el sólo objeto de acrecentar el
Producto Nacional. De ahí que los políticos nos tengan hipnotizados con los
slogans de crecimiento, eficiencia y productividad saliendo a decirnos en sus
discursos de fin de año que hemos hecho las cosas bien, que hemos crecido, y
luego, al año siguiente, que tenemos que trabajar más que nunca para crecer a
una tasa más elevada sin es que queremos cumplir “nuestro papel en el mundo” y
no ser dejados atrás por los demás países pues el desarrollo es una camino de
“sangre, sudor y lágrimas” (Winston Churchill) y debemos seguirlo si es que
algún día queremos llegar a la Tierra Prometida del Bienestar. No obstante hay
que ser conscientes de que “este es un círculo de razonamiento que parece abrir
pocas alternativas de elección. Parece que estuviéramos presos de un engranaje,
debiendo esforzarnos cada vez más si queremos “no quedar rezagados en la
carrera”, o incluso simplemente subsistir. Sin embargo, a decir verdad, no
existe ninguna justificación económica para tales creencias. En todo caso,
deberíamos avergonzarnos de que nuestros patriotas nos hayan hipnotizado
durante tantos años con su inexorable mentalidad” (2).
A pesar de ello seguimos considerando al
crecimiento económico como único patrón y medida de la calidad y progreso de
nuestra civilización. “La tasa de aumento de la renta y el producto (...) sigue
siendo la medida exclusiva del logro social. Ésta es la moralidad moderna. Se
supone que San Pedro en el cielo no pregunta a los aspirantes más que lo que
han hecho para aumentar el Producto Nacional Bruto” (3). Por ello la panacea ha
de ser defendida con todo fervor y devoción pues ¿qué otra alternativa posible
podría concebírsele?
Como se ve la forma de desarrollo que venimos
alimentando se muestra como eminentemente inhumana e irracional que considera
al hombre como un simple instrumento, un medio, nunca un fin. Nos hemos vuelto
adictos a la producción a tal punto que ésta se constituye como la preocupación
principal incluso de sociedades más ricas del mundo donde muere más gente por
exceso de alimentación que por la falta de ella. Evidentemente hay muchas
sociedades pobres que tienen demasiado poco, pero ¿dónde está la sociedad rica
que dice: “¡Ya basta!, tenemos suficiente”? Ello ha de llevarnos a cuestionar
seriamente el modelo de desarrollo que estamos siguiendo pues el buscar
compulsivamente el desarrollo sin preocuparse de qué tipo de desarrollo se está
buscando es tan absurdo y peligroso como ir en auto a toda velocidad pero si
ver hacia dónde.
Referencias:
1. Henri de Saint Simon, El sistema industrial, Revista de Trabajo, Madrid, 1975, p.296.
2. E.J. Mishan, Los costes del desarrollo económico, Ed. Orbis, Barcelona, 1983,
p.36.
3. Jhon Kenneth Galbraith, El nuevo estado industrial, Ed. Sarpe,
Madrid, 1984, p.568.